viernes, 19 de febrero de 2010

Siete días en el mundo del arte

¿Y… esto es arte? Es la pregunta más recurrente –y que generalmente no se verbaliza por temor a ser tildado de ignorante– cuando se asiste a una exposición “rara”, repleta de artefactos que no tienen un sentido aparente y que muchas veces se perciben grotescos y de dudoso gusto. Pinturas y esculturas de formas y colores arbitrarios por las que uno no pagaría un céntimo y que incluso provocan desagrado contemplarlas. Lo paradojal es que hay personas e instituciones que hacen lo imposible para adquirir estas “obras de arte” y que desembolsan cantidades de dinero que uno podría considerar obscenas. Para ser más explícito, en febrero de 2010 una escultura de Alberto Giacometti se transformó en la más cara de la historia cuando un coleccionista se la adjudicó en una subasta por 104,3 millones de dólares. ¿Delirio o precio de mercado?

Para la tranquilidad de los lectores, este libro está lejos de ser una guía para dummies o algo por el estilo. Por suerte, es mucho mejor que eso. Sarah Thornton, la autora, se sumergió a fondo en este extravagante mundo de artistas, marchantes, coleccionistas, curadores, críticos y subastadores de obras. Y gracias a Dios vivió para contarlo. Con todas sus letras: el material recopilado es una delicia y una revelación para los que quieran conocer con detalle el arte contemporáneo que, según los involucrados, está en pleno auge.

Siete días en que Thornton, socióloga y licenciada en Historia del Arte, visitó sitios clave y asistió a los eventos más trascendentes de este universo con leyes propias. Pero eso sí, es el lado más glamuroso del arte actual, en ese donde no se conocen las penurias. Arte y artistas del Primer Mundo. Creadores, como el nipón Takashi Murakami, que tienen talleres en distintas ciudades del globo y un séquito de colaboradores a tiempo completo; periodistas que un día asisten a una exposición en Japón y al siguiente tienen que tomar un vuelo directo a Londres, porque en esa ciudad está la muestra más “in”, aquella que ninguno puede dejar de ver. Una gran “familia”, en que sus integrantes son casi todos rostros conocidos –coinciden en ferias, bienales, galerías y fiestas–, pero disfuncional al fin, porque la competencia es a muerte: por conseguir el reconocimiento del público y la crítica, por hacer las mejores apuestas pensando en el futuro, por saber comprar y vender en el momento preciso y cuándo arriesgarse con un artista emergente.

El libro se divide en siete largas crónicas. Abre los fuegos aquella titulada “La subasta”, en donde la autora describe un día completo en la afamada casa de remate Christie’s. El relato es sencillamente notable, detallado hasta el paroxismo (todo sirve para conformar el retrato macro) y con sabrosos toques de humor. Sarah Thornton, en esta primera parada de su recorrido, hace gala de una capacidad de observación que ya se la quisiera el más aventajado periodista. ¿El resultado? Por lejos, lo mejor de este volumen. El lector interesado con toda seguridad se sentirá tentado a subrayar el texto, porque en definitiva la cantidad de información que se ofrece es copiosa, atractiva y relevante. Cada párrafo es aprendizaje en estado puro.

El capítulo inicial deja la vara excesivamente alta, pero eso no quiere decir que los siguientes sean desdeñables. La autora se pasea por una Crit (seminario donde los estudiantes de arte presentan su trabajo para una crítica colectiva); asiste a la Feria de Arte en Basel (Suiza), la más importante del área; le sigue la pista a los postulantes al prestigioso premio Turner; conversa con los editores y críticos de la revista considerada como la más influyente, Artforum; visita en terreno al artista japonés Takashi Murakami; y culmina su viaje en la ciudad italiana de Venecia, sede de la más famosa bienal de arte.

Siete días en el… es una parada obligatoria para los que quieran conocer el lado más brillante del arte contemporáneo. Insisto, aquí no hay dramas ni historias lacrimógenas de artistas sumidos en la miseria, que sólo viven para crear y están ajenos a los dictámenes del mercado (a lo Vincent van Gogh). Queda pendiente, entonces, un retrato del lado B del arte que haga un natural contrapeso a la experiencia acotada, pero sumamente lúcida de este libro que entretiene como el mejor bestseller y cuya lectura, por suerte, no tiene nada de elitista.

Puntuación: ****

Editorial Edhasa. 251 páginas. Autora: Sarah Thornton.

Bonus track.

Aquí dejo algunos tips que extraje de Siete días en el mundo del arte. Hago la aclaración que las frases recogen el espíritu de lo que se dice en el texto aun cuando la redacción no sea literal:

• Lo dice un editor de una importante publicación de arte: “El 95% del arte contemporáneo no puede ser tomado en serio”.

• El artista sin duda es importante, pero el marchante es decisivo.

• Los museos desvalorizan el arte, porque sacan las obras del mercado.

• Existe una natural diferencia entre acumular y coleccionar arte.

• El arte es una mercancía, una propiedad, un bien. En una subasta se puja por comprar obras.

• Lo peor que le puede suceder a una obra de arte en una subasta: que no se venda. Es decir, que no alcance el precio de reserva del vendedor. Indigno.

• Casi no se lee la crítica de arte. Una buena obra es ilegible: habla por sí misma.

• Una subasta es democrática, mientras que negociar con los marchantes implica listas de espera “obscenas” con artistas de producción limitada.

• En el arte los chismes influyen más que los acontecimientos político-económicos y sociales.

• El machismo también se hace presente en el arte, quizás porque un gran porcentaje de coleccionistas son hombres. Los cuadros de mujeres a menudo son subvalorados y eso se nota en los precios.

• Razones de los coleccionistas para vender: deceso, deuda y divorcio (las 3 D).

• Los artistas no van a las subastas porque les gusta mantenerse “puros”. Si alguno asiste, es un papelón a nivel social.

• Dato notable: “Cualquier cosa que supere la dimensión estándar de un ascensor de Park Avenue deja afuera a un cierto sector del mercado”.

• Las subastas dan la sensación de que, la mayoría de las veces, las obras se van a vender. Dan la ilusión de liquidez.

• El mundo del arte es refinado y hasta los heterosexuales parecen amanerados.

• Los galeristas importantes no le venden una obra al primer interesado. Hay, generalmente, una lista de espera en donde se impone el que tiene el mayor prestigio.

• Los curadores destacan por la justificación académica de la obra de sus artistas. Te acercan a una obra que de otro modo no mirarías.

• Lo que más interesa a los periodistas: los artistas que venden a precios altos y los que ganan premios.

• La revista “Artforum es el arte lo que Vogue a la moda y Rolling Stone al rock and Roll”.

• Ejemplo de un curador que adora la obra de su pupilo (Murakami) y cae en éxtasis cuando observa una de sus esculturas (Oval Buddha): “Dentro de quinientos años le van a rezar a esta cosa”.

• El precio de mercado en la Bienal de Venecia lo determina la cantidad de invitaciones a fiestas.

• La creatividad según estudiantes del Instituto de Artes de California (CalArts): “Es un cliché acaramelado que usan las personas no involucradas profesionalmente con el arte”.

Oval Buddha (Takashi Murakami)

domingo, 7 de febrero de 2010

Tres años

Arturo Pérez-Reverte no es santo de mi devoción. Sin embargo, recuerdo que en una charla que dictó hace cuatro años en la Feria Internacional del Libro de Santiago dijo un par de verdades de ésas para enmarcar. Y no me refiero a un comentario en relación con la novela que lo trajo por estos lares, Cabo Trafalgar –árida, hiperrealista y tan estéril como una pintura de Claudio Bravo–, sino a sus impresiones respecto del estado actual de la literatura. Señaló que los nuevos escritores desconocen el arte de contar una historia por una razón muy simple: no han leído a los “clásicos”. El asunto se agrava, según el español, debido a que el modelo a seguir por estos aspirantes a literatos es el norteamericano Paul Auster. Por supuesto, no desacreditó directamente al autor de La trilogía de Nueva York, pero reprochó que todos quieran escribir como él sin antes haber aprendido de los maestros de la narración.


Desconozco cuáles son los autores “clásicos” que merecen ese glorioso apelativo por parte de Pérez-Reverte –no recuerdo que los haya nombrado–, sin embargo puedo suponer que se refería a narradores de la estirpe de Dostoievsky, Shakespeare, Cervantes, Dumas, Tolstoi, Victor Hugo y Dickens, entre otros. Ahora bien, si no eran éstos o de un nivel similar, mi opinión acerca del hispano corre un serio riesgo de seguir empeorando y, de paso, echaría a perder el comienzo de esta reseña. Pensemos positivamente.

Uno de los nombres que no debería faltar en esa lista es Anton Chejov (1860-1904). Para no entrar en detalles, me remito al papel que ocupa el médico, escritor y dramaturgo ruso según los estudiosos de la literatura: es el creador del relato moderno. Así de claro. Lo cierto es que Chejov con sus historias simples, de poquísimos personajes y mínimas descripciones, sigue tan vivo como el más prolífico autor contemporáneo. Nunca se ha dejado de leer y sus obras dramáticas continúan representándose en la mayoría de los escenarios del mundo. ¿Por qué? Las razones pueden ser numerosas, pero hay una que lo distingue: su profundo conocimiento de las relaciones humanas. Los personajes de sus cuentos piensan, sienten y, sobre todo, sufren (y mucho).

La obra que acabo de terminar se llama Tres años y es uno de sus trabajos menos conocidos. En español se publicó en 1967 –sólo en una ocasión– y luego desapareció de las librerías. La siesta no fue eterna, porque el sello Espasa Calpe se acordó de esta novela corta y la publicó en el año 2005 en su colección Relecturas.

¿La trama? Alexei Laptiev es un joven oriundo de Moscú, burgués y rico que se enamora de Julia Serguéerovna, hija de un médico rural. El matrimonio se consuma, pero la felicidad está muy lejos de alcanzarse por una cuestión fundamental: Julia no ama a su esposo. La convivencia, entonces, se transforma en un calvario y las consecuencias de esta unión son nefastas e influyen negativamente en el entorno más próximo de la pareja.

Sería una impertinencia contar más detalles de esta nouvelle que atrapa al lector desde la primera línea. En todo caso, impresiona cómo Chejov muestra con todo su patetismo a dos personas que viven e incluso duermen juntas, pero no tienen nada que decirse. Una relación que transita desde el desagrado inicial a la indiferencia más dolorosa. ¿Se puede compartir la vida con alguien sin que de por medio exista amor? A primera vista parece un tema superado, añejo, propio de sociedades anquilosadas y de estructuras muy rígidas, pero el autor ruso le otorga a este tópico una escalofriante actualidad.

Es curioso, pero la amargura del desamor hace más lúcidos y transparentes a los personajes de esta novela. Sin pasión son capaces de desnudar el vacío de sus existencias, reflexionar acerca de las oportunidades perdidas y mirar el futuro con desesperanza. Como si el color gris característico de la ciudad de Moscú, según se describe en Tres años, se traspasara en el ánimo y alma de los protagonistas.

Hay una frase del desdichado Laptiev que me hizo pensar un buen rato: “Casarse sin pasión o sin amor no es lo mismo”.

Con todos estos antecedentes es probable que más que interesar a potenciales lectores, los ahuyente por lo triste de la historia. Sería un error rechazar un libro como éste por su argumento. Al final son este tipo de novelas las que a uno lo emocionan, identifican y hacen reflexionar. En definitiva, te ayudan a ser mejor persona.

Tres años está repleto de sutilezas y detalles. Los personajes secundarios son también muy atractivos y cada uno tiene sus propios dramas. El único “pero” de esta novela está en los diálogos, desde mi perspectiva algo grandilocuentes y que más parecen parlamentos de una obra de teatro. En todo caso, la maestría de Chejov está en su concisión: expresar tanto con tan pocas palabras. Ajeno a los efectismos y la verborrea, el autor ruso, que murió de tuberculosis a los 44 años, todavía puede, a través de sus historias simples, emocionar y dejar al lector con un nudo en la garganta, pero con la sensación de que no todo está perdido.

Puntuación: ****