domingo, 7 de febrero de 2010

Tres años

Arturo Pérez-Reverte no es santo de mi devoción. Sin embargo, recuerdo que en una charla que dictó hace cuatro años en la Feria Internacional del Libro de Santiago dijo un par de verdades de ésas para enmarcar. Y no me refiero a un comentario en relación con la novela que lo trajo por estos lares, Cabo Trafalgar –árida, hiperrealista y tan estéril como una pintura de Claudio Bravo–, sino a sus impresiones respecto del estado actual de la literatura. Señaló que los nuevos escritores desconocen el arte de contar una historia por una razón muy simple: no han leído a los “clásicos”. El asunto se agrava, según el español, debido a que el modelo a seguir por estos aspirantes a literatos es el norteamericano Paul Auster. Por supuesto, no desacreditó directamente al autor de La trilogía de Nueva York, pero reprochó que todos quieran escribir como él sin antes haber aprendido de los maestros de la narración.


Desconozco cuáles son los autores “clásicos” que merecen ese glorioso apelativo por parte de Pérez-Reverte –no recuerdo que los haya nombrado–, sin embargo puedo suponer que se refería a narradores de la estirpe de Dostoievsky, Shakespeare, Cervantes, Dumas, Tolstoi, Victor Hugo y Dickens, entre otros. Ahora bien, si no eran éstos o de un nivel similar, mi opinión acerca del hispano corre un serio riesgo de seguir empeorando y, de paso, echaría a perder el comienzo de esta reseña. Pensemos positivamente.

Uno de los nombres que no debería faltar en esa lista es Anton Chejov (1860-1904). Para no entrar en detalles, me remito al papel que ocupa el médico, escritor y dramaturgo ruso según los estudiosos de la literatura: es el creador del relato moderno. Así de claro. Lo cierto es que Chejov con sus historias simples, de poquísimos personajes y mínimas descripciones, sigue tan vivo como el más prolífico autor contemporáneo. Nunca se ha dejado de leer y sus obras dramáticas continúan representándose en la mayoría de los escenarios del mundo. ¿Por qué? Las razones pueden ser numerosas, pero hay una que lo distingue: su profundo conocimiento de las relaciones humanas. Los personajes de sus cuentos piensan, sienten y, sobre todo, sufren (y mucho).

La obra que acabo de terminar se llama Tres años y es uno de sus trabajos menos conocidos. En español se publicó en 1967 –sólo en una ocasión– y luego desapareció de las librerías. La siesta no fue eterna, porque el sello Espasa Calpe se acordó de esta novela corta y la publicó en el año 2005 en su colección Relecturas.

¿La trama? Alexei Laptiev es un joven oriundo de Moscú, burgués y rico que se enamora de Julia Serguéerovna, hija de un médico rural. El matrimonio se consuma, pero la felicidad está muy lejos de alcanzarse por una cuestión fundamental: Julia no ama a su esposo. La convivencia, entonces, se transforma en un calvario y las consecuencias de esta unión son nefastas e influyen negativamente en el entorno más próximo de la pareja.

Sería una impertinencia contar más detalles de esta nouvelle que atrapa al lector desde la primera línea. En todo caso, impresiona cómo Chejov muestra con todo su patetismo a dos personas que viven e incluso duermen juntas, pero no tienen nada que decirse. Una relación que transita desde el desagrado inicial a la indiferencia más dolorosa. ¿Se puede compartir la vida con alguien sin que de por medio exista amor? A primera vista parece un tema superado, añejo, propio de sociedades anquilosadas y de estructuras muy rígidas, pero el autor ruso le otorga a este tópico una escalofriante actualidad.

Es curioso, pero la amargura del desamor hace más lúcidos y transparentes a los personajes de esta novela. Sin pasión son capaces de desnudar el vacío de sus existencias, reflexionar acerca de las oportunidades perdidas y mirar el futuro con desesperanza. Como si el color gris característico de la ciudad de Moscú, según se describe en Tres años, se traspasara en el ánimo y alma de los protagonistas.

Hay una frase del desdichado Laptiev que me hizo pensar un buen rato: “Casarse sin pasión o sin amor no es lo mismo”.

Con todos estos antecedentes es probable que más que interesar a potenciales lectores, los ahuyente por lo triste de la historia. Sería un error rechazar un libro como éste por su argumento. Al final son este tipo de novelas las que a uno lo emocionan, identifican y hacen reflexionar. En definitiva, te ayudan a ser mejor persona.

Tres años está repleto de sutilezas y detalles. Los personajes secundarios son también muy atractivos y cada uno tiene sus propios dramas. El único “pero” de esta novela está en los diálogos, desde mi perspectiva algo grandilocuentes y que más parecen parlamentos de una obra de teatro. En todo caso, la maestría de Chejov está en su concisión: expresar tanto con tan pocas palabras. Ajeno a los efectismos y la verborrea, el autor ruso, que murió de tuberculosis a los 44 años, todavía puede, a través de sus historias simples, emocionar y dejar al lector con un nudo en la garganta, pero con la sensación de que no todo está perdido.

Puntuación: ****

3 comentarios:

  1. Concuerdo con el comentario: Chejov es un clásico.

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  2. Tú que eres un gran artista plástico, estoy seguro de que te va a gustar "Siete días en el mundo del arte" de Sarah Thornton.

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  3. Gracias por la sugerencia. Ese libro ya está en mi carpeta de lecturas. Saludos.

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